Hay que subirse a la carrera. El que se lo piensa demasiado lo pierde. Así es Jesús, imparable. Le mueve el deseo de hacer la voluntad del Padre hasta el final y nada ni nadie le puede detener. Su amor le quema en el corazón y le urge en todas sus acciones. Es un fuego que avanza sin que nada le pueda apagar.

Por eso todo el que quiera seguirle o todo al que él llame para formar parte del grupo de sus discípulos tiene que saber desprenderse de todo para elegirle solo a él. Porque él dejó lo que más quería en este mundo, a su madre en Nazaret para marcharse y predicar en todas las aldeas y ciudades. Porque no tenía ya casa propia donde habitar y estaba siempre saliendo al encuentro de los hombres en el camino. Por eso el que quiere seguirle a donde quiera que vaya debe saber que no se llega a la meta con Jesús aquel que no abraza a Jesús y vive no solo con él sino con él y como él, es decir, haciéndose pobre, para vivir dependiendo plena y exclusivamente de la providencia que es otro nombre para referirse a la paternidad de Dios. Solo se reclina la cabeza en el corazón de Dios. Ahí se reclina la cabeza y se encuentra el verdadero descanso.

Ni siquiera se puede presentar la objeción de las obligaciones familiares porque Jesús ha inaugurado una nueva familia, la de la vida de Jesús en común. ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra. Esta es la nueva filiación que provoca una nueva fraternidad, la de los creyentes que dan su vida por causa de la fe. Esta es la verdadera vida, servir a Cristo y al Evangelio por amor. Es la vida de los resucitados. La alternativa es una vida de muertos. «Deja que los muertos entierren a los muertos». Claramente se está refiriendo a los que viven tan anclados en esta vida mortal y por tanto limitada, que se olvida, de que están llamados a vivir una vida inmortal y eterna junto a él. El gozo del Evangelio es una noticia de tal calibre que no se puede uno callar ni guardar para sí. Al contrario, los resucitados están llamados a dar testimonio de su alegría y plenitud, surgidas ambas del encuentro personal con Cristo resucitado. No hay tiempo que perder. Que nadie se pierda.

Vivir confiados en la providencia significa que uno no es un ansioso que proyecta su futuro como quien piensa que solo por anticiparlo en su mente ya lo está viviendo en realidad. No, dejemos el futuro a la providencia. A nosotros nos basa adorar y confiar. El futuro no es nuestro, es de Cristo. El es el Señor del tiempo, el alfa y omega, el que es el mismo ayer, hoy y siempre. Pero vivir confiados en la providencia también es librarnos de la nostalgia, del recuerdo del pasado vivido. Dejemos el pasado a la misericordia. Porque todo santo tuvo un pasado y todo pecador tiene un futuro. Porque su misericordia y su fidelidad son eternas, por eso no miramos hacia atrás, para no perder comba, para no perdernos de la vista lo que es más importante: el momento presente,  El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios.

El Señor no necesita otra cosa sino nuestra plena confianza. Él nos cuidará y nos reunirá como un pastor a su rebaño. Pero no puede hacer realmente nada en nosotros si no confiamos en él y seguimos mirando hacia atrás. Nada de buscar seguridades o de anhelar comodidades. Hay que vivir el presente. Hay que vivir con Cristo presente. Eso es ser su discípulo. Subirse al tren y que no pare.